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calcinadas por
los rayos de un sol de fuego; vastas soledades, llanuras
inmensas,
regiones de eternas nieves, donde los gigantescos témpanos
asemejaban,
destacándose sobre un cielo gris y oscuro, blancos fantasmas
que extendían
sus brazos para asirle por los cabellos al pasar, todo esto, y
mil y mil
otras cosas que yo no podré deciros, vio en su fantástica
carrera, hasta
tanto que, envuelto en una niebla oscura, dejó de percibir el
ruido que
producían los cascos del caballo al herir la tierra.
I
Nobles caballeros, sencillos pastores, hermosas niñas, que
escucháis
mi relato: si os maravilla lo que os cuento, no creáis que es
un fábula
tejida a mi antojo para sorprender vuestra credulidad; de boca
en boca ha
llegado hasta mí esta tradición y la leyenda del sepulcro que
aún subsiste
en el monasterio de Montagut es un testimonio irrecusable de la
veracidad
de mis palabras.
Creed, pues, lo que he dicho, y creed lo que aún me resta
por decir,
que es tan cierto como lo anterior, aunque más maravilloso. Yo
podré acaso
adornar con algunas galas de la poesía el desnudo esqueleto de
esta
sencilla y terrible historia, pero nunca me apartaré un punto
de la verdad
a sabiendas.
II
Cuando Teobaldo dejó de percibir las pisadas de su corcel
y se sintió
lanzado en el vacío, no pudo reprimir un involuntario
estremecimiento de
terror. Hasta entonces había creído que los objetos que se
representaban a
sus ojos eran fantasmas de su imaginación, turbada por el
vértigo, y que
su corcel corría desbocado, es verdad, pero corría sin salir
del término
de su señorío. Ya no le quedaba duda de que era juguete de un
poder
sobrenatural, que le arrastraba, sin que supiese adonde, a
través de
aquellas nieblas oscuras, de aquellas nubes de formas
caprichosas y
fantásticas, en cuyo seno, que se iluminaba a veces con el
resplandor de
un relámpago, creía distinguir las hirvientes centellas,
próximas a
desprenderse.
El corcel corría, o mejor dicho, nadaba en aquel océano de
vapores
caliginosos y encendidos, y las maravillas del cielo comenzaron
a
desplegarse unas tras otras ante los espantados ojos de su
jinete.
III
Cabalgando sobre las nubes, vestidos de luengas túnicas
con orlas de
fuego, suelta al huracán la encendida cabellera y blandiendo
sus espadas
que relampagueaban arrojando chispas de cárdena luz, vio a los
ángeles,
ministros de la cólera del Señor, cruzar como un formidable
ejército sobre
las alas de la tempestad.
Y subió más alto, y creyó divisar a lo lejos las
tormentosas nubes
semejantes a un mar de lava, y oyó mugir el trueno a sus pies
como muge el
Océano azotando la roca desde cuya cima le contempla el atónito
peregrino.
IV
Y vio el arcángel, blanco como la nieve, que sentado sobre
un inmenso
globo de cristal, lo dirige por el espacio en las noches
serenas, como un
bajel de plata sobre la superficie de un lago azul.
Y vio el sol volteando encendido sobre ejes de oro en una
atmósfera
de colores y de fuego, y en su foco a los ígneos espíritus que
habitan
incólumes entre las llamas, y desde su ardiente seno entonan al
Criador
himnos de alegría.
Vio los hilos de luz imperceptibles que atan los hombres a
las
estrellas, y vio el arco iris, echado como un puente colosal
sobre el
abismo que separa al primer cielo del segundo.
V
Por una escala misteriosa vio bajar las almas a la tierra:
vio bajar
muchas y subir pocas. Cada una de aquellas almas inocentes iba
acompañada
de un arcángel purísimo que le cubría con la sombra de sus
alas. Los que
tornaban solos tornaban en silencio y con lágrimas en los ojos;
los que
no, subían cantando como suben las alondras en las mañanas de
Abril.
Después, las tinieblas rosadas y azules que flotaban en el
espacio
como cortinas de gasa transparente, se rasgaron como el día de
gloria se
rasga en nuestros templos el velo de los altares; y el paraíso
de los
justos se ofreció a sus miradas deslumbrador y magnífico.
VI
Allí estaban los santos profetas que habréis visto
groseramente
esculpidos en las portadas de piedra de nuestras catedrales;
allí las
vírgenes luminosas, que intenta en vano copiar de sus sueños el
pintor, en
los vidrios de colores de las ojivas; allí los querubines, con
sus largas
y flotantes vestiduras y sus nimbos de oro, como los de las
tablas de los
altares; allí, en fin, coronada de estrellas, vestida de luz,
rodeada de
todas las jerarquías celestes, y hermosa sobre toda
ponderación, Nuestra
Señora de Monserrat, la Madre Dios, la reina de los arcángeles,
el amparo
de los pecadores y el consuelo de los afligidos.
VII
Más allá el paraíso de los justos, más allá el trono donde
se sienta
la Virgen María. El ánimo de Teobaldo se sobrecogió temeroso, y
un hondo
pavor se apoderó de su alma. La eterna soledad; el eterno
silencio viven
en aquellas regiones; que conducen al misterioso santuario del
Señor. De
cuando en cuando azotaba su frente una ráfaga de aire, frío
como la hoja
de un puñal, que crispaba sus cabellos de horror y penetraba
hasta la
médula de sus huesos, ráfagas semejantes a las que anunciaban a
los
profetas la aproximación del espíritu divino. Al fin llegó a un
punto
donde creyó percibir un rumor sordo, que pudiera compararse al
zumbido
lejano de un enjambre de abejas, cuando, en las tardes del
otoño,
revolotean en derredor de las últimas flores.
VIII
Atravesaba esa fantástica región adonde van todos los
acentos de la
tierra, los sonidos que decimos que se desvanecen, las palabras
que
juzgamos que se pierden en el aire, los lamentos que creemos
que nadie
oye.
Aquí, en un círculo armónico, flotan las plegarias de los
niños, las
oraciones de las vírgenes, los salmos de los piadosos eremitas,
las
peticiones de los humildes, las castas palabras de los limpios
de corazón,
las resignadas quejas de los que padecen, los ayes de los que
sufren y los
himnos de los que esperan. Teobaldo oyó entre aquellas voces,
que
palpitaban aún en el éter luminoso, la voz de su santa madre
que pedía a
Dios por él; pero no oyó la suya.
IX
Más allá hirieron sus oídos con un estrépito discordante
mil y mil
acentos ásperos y roncos, blasfemias, gritos de venganzas,
cantares de
orgías, palabras lúbricas, maldiciones de la desesperación,
amenazas de
impotencia y juramentos sacrílegos de la impiedad.
Teobaldo atravesó el segundo círculo con la rapidez que el
meteoro
cruza el cielo en una tarde de verano, por no oír su voz que
vibraba allí
sonante y atronadora, sobreponiéndose a las otras voces en
medio de aquel
concierto infernal.
-¡No creo en Dios! ¡No creo en Dios! -decían aún su acento
agitándose
en aquel océano de blasfemias; y Teobaldo comenzaba a creer.
X
Dejó atrás aquellas regiones y atravesó otras inmensidades
llenas de
visiones terribles, que ni él pudo comprender ni yo acierto a
concebir, y
llegó al cabo al último círculo de la espiral de los cielos,
donde los
serafines adoran al Señor, cubierto el rostro con las triples
alas y
prosternados a sus pies.
Él quiso mirarlo.
Un aliento de fuego abrasó su cara, un mar de luz
oscureció sus ojos,
un trueno gigante retumbó en sus oídos, y, arrancado del corcel
y lanzado
al vacío como la piedra candente que arroja un volcán, se
sintió bajar y
bajar sin caer nunca, ciego, abrasado y ensordecido, como cayó
el ángel
rebelde cuando Dios derribó el pedestal de su orgullo con un
soplo de sus
labios.
I
La noche había cerrado y el viento gemía agitando las
hojas de los
árboles, por entre cuyas frondosas ramas se deslizaba un suave
rayo de
luna, cuando Teobaldo, incorporándose sobre el codo y
restregándose los
ojos como si despertara de un profundo sueño, tendió alrededor
una mirada
y se encontró en el mismo bosque donde hirió al jabalí, donde
cayó muerto
su corcel, donde le dieron aquella fantástica cabalgadura que
le había
arrastrado a unas regiones desconocidas y misteriosas.
Un silencio de muerte reinaba en su alrededor; un silencio
que sólo [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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