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sas un adolescente en los minutos previos a un desmayo del que volvía cinco minutos más
tarde extenuado como si regresara de escalar un monte. Nada le llenaba más la vida profe-
sional que su trato con el desconsuelo, los placeres y encantos guardados en el misterioso
parentesco entre lo que cada quien siente, piensa, imagina, y lo que su cuerpo alberga bajo
el nombre de cerebro. Movida por semejante pasión, decidió emprender un viaje a los Esta-
dos Unidos para tomar un curso al que Hogan la convocó de un día para otro, en el tono
suave pero conminatorio con que los maestros no dejan nunca de llamar a sus mejores
alumnos. Zavalza no podía acompañarla porque el viaje era demasiado largo y el hospital
no se adaptaba a la falta de ambos por tanto tiempo. Así que Emilia buscó la compañía de
Milagros, siempre dispuesta al viaje, dado que a su edad, según decía, era ya la única ma-
nera sensata de correr riesgos y sentirse como recién enamorada.
Era octubre y el día anterior la Cámara de Diputados había declarado presidente consti-
tucional de la República al general Álvaro Obregón, cuando Zavalza las dejó en un barco
que salía de Veracruz rumbo a Galveston y Nueva York. Emilia notó la cara de animal aban-
donado que Antonio pretendía ocultar mirando al frente como si algo se le hubiera perdido
en el infinito. Era un hombre generoso y sensato, se hubiera lastimado con cualquier cosa
antes que disputarle a Emilia su derecho al viaje, pero a pesar del esfuerzo que hacía para
no demostrarle su desazón, todo en él había perdido el sosiego con que solía ayudarse. La
lógica se negaba a estar con él para explicarle que no la estaba perdiendo para siempre,
que las separaciones fortalecen, que antes había podido vivir solo, que no se moriría por
más que se sintiera agonizando.
-Si quieres no voy -le dijo Emilia conmovida, pero tramposa.
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Zavalza sonrió, agradeciéndole el guiño mientras se desprendía de su abrazo. Luego le
pidió que no lo sacara de su cerebro y bajó del barco que avisaba de su partida lanzando al
aire un grito ronco.
-Suena a promesas -dijo Milagros tras escuchar la sirena varias veces. Agitó entonces su
brazo envejecido para acompañar la fiebre con que su sobrina movía el suyo en homenaje y
bendición del Antonio Zavalza que palpitaba en la orilla.
XXVIII
Josefa Veytia decía siempre que no era necesario perseguir al destino, porque nada era
menos previsible y nada sorprendía tanto con su innata previsión, como el azar. Sabiendo
el modo en que sus padres habían dado uno con otro, a Emilia los decires de Josefa sobre
el acaso y sus eventualidades le resultaban un mero recuento de su privadísima experien-
cia, misma que como todo el mundo sabe, nunca es la de los demás. Sin embargo, cuando
al entrar al hotel en Nueva York dio con la euforia de Daniel como si fuera un espejismo, to-
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dos los discursos de Josefa se resumieron entre sus costillas igual que un remolino de sin-
razones, al que sin remedio había que darle la razón.
Daniel estaba sentado en el vestíbulo del hotel, platicando con un rubio que tendía a al-
bino y un negro que tendía a morado. Lo primero que se le ocurrió a Emilia fue enfrentarse
a Milagros que caminaba a sus espaldas conversando con el maletero. Pensó que nadie si-
no ella podía tener la culpa de semejante encuentro. Pero fue tal el gesto de sorpresa en su
rostro incapaz de fingir un sentimiento, que bastó para exculparla.
Emilia sabía de qué manera se concentraba Daniel en una plática, y cómo su único fin
era conseguir un suspiro para poner en orden sus emociones. Caminó hasta quedar frente
al conserje, un hombre ojeroso acostumbrado a entenderse con gente cuyos hábitos de
prisa y nula cordialidad, no lo sorprendían. Sin preguntarse las causas de que aquella mu-
jer estuviera tan pálida y actuara como si la persiguiera un elefante, le dio una bienvenida
de cinco palabras y la llave de un cuarto en el séptimo piso de aquel palacio iluminado.
Emilia se deslizó hasta el elevador donde la esperaba Milagros, cuya conversación con el
maletero parecía no tener fin, y desapareció del horizonte.
En cuanto cerraron la puerta del cuarto, se tiró de bruces sobre una de las camas, maldi-
ciendo la curiosidad que la había sacado del hueco de mundo en que tan bien estaba, y el
mal momento en que aceptó que el poeta Rivadeneira pagara su estancia en un hotel que él
mismo se encargó de reservar. Mientras, le iba creciendo un dolor de cabeza que no sabía
si atribuir a los desmanes de su cerebro o a los de su corazón. Compadeció de un golpe a
todos los acorralados del mundo.
Horas después de tropezar en la oscuridad con la respiración de una Milagros silenciosa
pero despierta, Emilia logró perderse en un letargo y soñar que dormía con Antonio Zaval-
za. Daniel entraba a su cuarto cargado de medallas y la despertaba para entregárselas co-
mo si fuera una niña ansiosa de tenerlas. Iba desnudo y se acostaba un rato a dormir junto
a ellos. Después salía de la habitación sin hacer ruido, pero dejaba sus zapatos al pie de la
cama. De ahí, ella los veía volar hasta posarse en el centro de su pecho y oprimirlo como si
fueran de plomo. Sin poder librarse de aquel peso, recordó en el sueño de su sueño, un le-
trero pintado en la parte de atrás de una carreta desvencijada, sobre cuya carga de alfalfa
habían viajado los dos una tarde camino al pueblo de San Ángel, en busca de un aire me-
nos poblado de guerra que el de la ciudad de México en aquel tiempo: "Alza tus piececitos,
porque me estás pisando el alma."
La despertaron unos golpes en la puerta. Se levantó aún evocando el perfume de su risa
contra el cielo que cubría el mercado del pueblo, y fue a abrir. En el umbral, tocándose el
sombrero con una mano enguantada, idéntico al recuerdo que le había tergiversado la no-
che, apareció Daniel nombrándola como un eco que no había querido escuchar.
-¿No sabes tú que el aire cambia de color cuando le das la espalda? ¿Vienes conmigo o
me desnudo aquí en la puerta? -preguntó soltando el nudo de su corbata y quitándose el
saco.
Emilia fue con él. Segura de que hubiera necesitado mucho menos que un reto para se-
guirlo, iba en camisón, con la melena suelta y los pies descalzos, caminando por el pasillo
del hotel con un temblor de ladrón inexperto, a robarle a la vida otro pedazo de aquel hom-
bre cuya suerte había jurado no volver a seguir, segura como nunca de que todos sus ju-
ramentos eran falsos.
Entraron a un cuarto alumbrado apenas por la luz de una lámpara baja. Emilia caminó
hasta la espalda desnuda de Daniel, le recorrió los huesos con el índice izquierdo:
-Siempre que te encuentro pareces perro hambreado- le dijo y se inclinó a tocarlo con la [ Pobierz całość w formacie PDF ]

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