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aquel escándalo era más interesante que la trillada historia de una iglesia quemada o de unos
protestantes ahorcados.
Cuando Zenón salió de la posada, vio pasar a Idelette por la rue Longue. Iba tendida al
fondo de la carreta de la ronda. Estaba muy pálida, con palidez de recién parida, pero sus
pómulos y sus ojos ardían de fiebre. Algunas personas la miraban con compasión, pero la
mayoría se excitaba abucheándola. El pastelero y su mujer eran de estos últimos. Las gentecillas
del barrio se desquitaban, vengando su envidia de los espléndidos atavíos y del derroche de
aquella linda muñeca. Dos de las rameras de La Calabaza, que por casualidad pasaban por allí, se
encarnizaban más que nadie, como si la señorita les hubiera estropeado el oficio.
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Zenón regresó a casa con el corazón encogido, como si acabara de ver a una corza
abandonada a las dentelladas de los perros de caza. Buscó a Cyprien en el hospicio, mas no lo
encontró, y Zenón no se atrevió a preguntar por él en el convento, por no llamar la atención.
Aún tenía esperanzas de que Idelette, interrogada por el preboste o los escribanos, tuviera
la presencia de ánimo de inventarse un galán imaginario. Pero aquella niña que, durante toda la
noche, había estado mordiéndose las manos para no gritar, por miedo a que sus gemidos la
denunciaran, se hallaba sin fuerzas. Habló y lloró abundantemente, sin ocultar las citas con
Cyprien a orillas del canal, ni los juegos y risas de la asamblea de los Ángeles. Lo que más
horrorizó a los escribanos que tomaban nota de sus declaraciones fue aquel consumo de pan
bendito y vino robado en los altares, que habían comido y bebido a la luz de unos cabos de vela.
Las abominaciones de la carne parecían agravarse con no se sabía qué clase de sacrilegios.
Cyprien fue detenido al día siguiente; después les llegó el turno a François de Bure, a Florián, al
hermano Quirin y a otros dos novicios implicados. Matthieu Aerts fue asimismo detenido, pero
lo soltaron en seguida con el veredicto de equivocación de persona. Uno de sus tíos era regidor
en el territorio franco de Brujas.
Durante unos días, el hospicio de San Cosme, ya medio cerrado y que el médico pensaba
dejar para ir a Alemania a la semana siguiente, se llenó de una muchedumbre de curiosos. El
hermano Luc les ponía cara de palo; se negaba a creer todo aquel asunto. Zenón los trataba sin
dignarse responder a sus preguntas. Una visita de Greete lo conmovió hasta casi hacerle llorar: la
vieja se había contentado con mover la cabeza diciendo que todo aquello era muy triste.
La tuvo en casa todo el día y le rogó que le lavara y cosiera su ropa. Muy irritado, había
mandado al hermano Luc cerrar la puerta del hospicio antes de la hora. La anciana, que cosía y
planchaba al lado de la ventana, lo tranquilizaba tan pronto con su amistoso silencio como con
sus palabras llenas de una serena sabiduría. Le contó algunos menudos hechos que él ignoraba de
la vida de Henri-Juste, bajas mezquindades o atrevimientos con las criadas; por lo demás, era un
hombre bastante bueno, bromista e incluso espléndido, en sus buenos momentos. Recordaba el
nombre y la cara de muchos de sus parientes que él no conocía: por ejemplo, era capaz de recitar
toda una lista de hermanos y hermanas que habían muerto jóvenes, escalonados entre Henri-Juste
e Hilzonde. Soñó un instante en lo que pudieran haber sido aquellos destinos tan pronto
interrumpidos, aquellos brotes de un mismo árbol. Por primera vez en su vida, escuchó con
atención un largo relato concerniente a su padre, cuyo nombre e historia conocía, pero del que
sólo había oído hacer amargas alusiones durante su infancia. Aquel joven caballero italiano,
prelado por conveniencia y para satisfacción de sus ambiciones y las de su familia, había paseado
con arrogancia por Brujas su capa de terciopelo rojo y sus espuelas de oro; había gozado de una
doncella tan joven, aunque menos desafortunada, como la Idelette de hoy, y de esta unión habían [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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