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se limitó a vigilar, sin intervenir en ningún momento. Entonces, ¡Zukie decidió que le
operase a él! Imaginó, según creo, que poniéndose a salvo dentro de su cáscara nadie en
el mundo podría perjudicar a sus treinta escritores ni a él mismo. Realmente le
apasionaban los aspectos jurídicos del asunto, ¡siempre fue un luchador!, sin duda pensó
que su declaración prestada desde un recipiente metálico sería el detalle espectacular,
capaz de impresionar al jurado y hacerle ganar el pleito.
»Y tal vez también quería alcanzar la inmortalidad y la iluminación mística. Supongo
que le gustó la idea de vivir miles de años en un mundo intelectual, limitándose a
descansar y a intercambiar ideas con treinta mentes amigas, después de haber
desarrollado una increíble actividad por espacio de casi cincuenta años de vida natural.
En todo caso había transmitido sus conocimientos a otra persona, y se consideró con
derecho a disponer del resto de sus días como mejor le pareciese. Zukie murió en la
mesa de operaciones. Su brillante discípulo destruyó todas sus notas y todos los aparatos
especiales, y se suicidó.
Mientras Flaxman relataba el final de la historia, hablando despacio para conseguir el
máximo efecto, cosa que desde luego logró (él mismo estaba casi tan hipnotizado como
los que le escuchaban), se abrió la puerta de la oficina con un prolongado crujido.
Flaxman hizo un gesto de espanto. Los demás se volvieron rápidamente.
En el umbral apareció un anciano encorvado. Llevaba un lustroso uniforme de sarga y
una grasienta gorra de plato calada sobre las sienes canosas y las orejas
asombrosamente pálidas.
Gaspard le reconoció en seguida. Era Joe el Guardián, y parecía singularmente
despierto: de hecho, tenía los ojos medio abiertos.
En la mano izquierda llevaba su escoba y su recogedor, y en la derecha un extraño
revólver de color negro.
 Aquí estoy, señor Flaxman  dijo, tocándose la sien con el cañón del monstruoso
revólver . Me pareció que podía hacer falta. Hola, amigos.
 ¿Sabe usted reparar una cerradura electrónica?  inquirió Cullingham fríamente.
 No, pero no será necesario  respondió el anciano con jovialidad . Si hay jaleo, yo
montaré guardia con mi infalible pistola fétida.
 ¿Pistola fétida?  preguntó la enfermera Bishop con una risita de incredulidad .
¿No dispara balas?
 No, señorita. Dispara unas bolas llenas de líquido apestoso cuyo hedor resulta
insoportable para hombres y animales. Incluso parece molestar a los robots. La bola se
rompe al chocar contra el enemigo, y éste sale corriendo en busca de agua. No crean en
las armas mortíferas. Yo no creo en ellas. Mi pistola puede acabar con cualquier algarada
en un abrir y cerrar de ojos.
 Le creo  dijo Flaxman . Pero, vamos a ver, Joe: cuando usted la utilice, ¿qué
pasará... bueno, con los jugadores de nuestro equipo? Joe el Guardián sonrió
maliciosamente.
 Eso es lo bueno  replicó . Es lo que convierte a mi infalible pistola fétida en el
arma perfecta. En la última guerra me lesionaron el primer nervio craneal. Desde
entonces no huelo nada.
16
Joe el Guardián se puso a barrer la oficina después de comprobar por dos veces, para
tranquilizar a Flaxman, que el seguro de su pistola fétida estaba colocado.
La señorita Rubores empalmaba un cable bajo la dirección de la enfermera Bishop,
quien no cesaba de hacer halagadores comentarios acerca de lo útiles que debían ser
unas uñas susceptibles de funcionar como potentes alicates.
Flaxman, apartando resueltamente su mirada de la puerta y la cerradura electrónica
estropeada, decidió continuar su relato:
 Cuando Zukie murió, el escándalo fue de órdago, desde luego. El pensar en la
inmortalidad perdida provocó una terrible tensión en la sociedad. El mundo se
encaminaba hacia algo que no había existido hasta entonces ni ha vuelto a existir
después, y que los amigos sociopsiquiatras han llamado «el síndrome de atragantamiento
universal». Por fortuna, la gente importante relacionada con el caso, juristas, médicos,
gobernantes, etcétera, fueron listos, realistas y honrados. Manipularon los hechos a fin de
poder anunciar que la operación DPS no era beneficiosa, que todos los cerebros
enlatados estaban condenados a la idiotez, después de algún tiempo, porque tenían tan
poca vida como los músculos marcianos que los científicos conservaban en tubos de
ensayo durante décadas enteras, o el semen y los óvulos humanos en nuestros Bancos
Anticatástrofes. En resumen: que se trataba de simple tejido cerebral que no moría, pero
que no podía funcionar.
»Para salvarse del furor de la multitud, todos los cerebros apoyaron esta versión,
acudiendo incesantemente a abogados, jueces y charlas en televisión. De este modo
cesó también el rumor de que los cerebros enlatados, acumulando conocimientos
diabólicamente siglo tras siglo, llegarían a erigirse en tiranos del mundo.
«Superada la crisis, quedaba otro problema: qué hacer con los treinta cerebros. Si la
mayoría de la gente importante, amargada por su decepción, hubiera impuesto su punto
de vista, no cabe duda de que habrían sido aniquilados, aunque no en seguida y de
cualquier forma, pues eso habría reavivado las sospechas. Sin duda, habrían comunicado
la muerte de un par de ellos de vez en cuando, hasta acabar con todos en un plazo de
unos veinte años. Pero incluso aquellas muertes naturales en apariencia habrían
suscitado curiosidad, y el gran objetivo era dejar que todo el asunto cayera en el olvido.
Además los cerebros, aunque indefensos y desvalidos, habrían luchado por sobrevivir con
sus agudas inteligencias, buscando aliados entre sus propios cuidadores y planteando de
nuevo el caso públicamente si fuese necesario. Por otra parte, entre los hombres [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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