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hay inconveniente  dijo Brown como con aburrimien-
to . Ya verá usted si vale la pena. Yo, lo único que
encuentro en ese bolsillo viejo de mi ser es esto: que
los que roban diamantes no hablan nunca de socialis-
mo, sino que más bien  añadió modestamente , más
bien denuncian al socialismo.
Sus dos interlocutores desviaron los ojos, y el sa-
cerdote continuó:
 Vean ustedes: nosotros conocemos a esa gente
más o menos bien. Este socialista es incapaz de robar
un diamante, como es incapaz de robar una pirámi-
de. Debemos, ante todo, pensar en el desconocido, en
el que hizo de policía: en ese Florian. Y, a propósito,
me pregunto dónde se habrá metido a estas horas.
Pantalón se levantó entonces de un salto, y salió
del estudio. Y hubo un paréntesis mudo, durante el
cual el millonario se quedó mirando al sacerdote, y
éste mirando su breviario. Después Pantalón reapare-
ció, y dijo con un staccato lleno de gravedad.
 El policía yace todavía sobre el suelo: el telón se
ha levantado seis veces, y él sigue todavía tendido.
El padre Brown soltó su breviario y dejó ver una
expresión como de ruina mental completa. Poco a poco
comenzó a brillar una luz en el fondo de sus ojos
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grises, y después dejó salir esta pregunta difícilmen-
te oportuna:
 Perdone, coronel, ¿cuánto tiempo hace que mu-
rió su esposa?
 ¡Mi esposa!  replicó el militar asombrado .
Murió hace un año y dos meses. Su hermano James,
que venía a verla, llegó una semana más tarde.
El curita saltó como un conejo herido.
 ¡Vengan ustedes!  dijo con extraña excita-
ción ; ¡vengan ustedes! Hay que observar a ese poli-
cía.
Y entraron precipitadamente al escenario, cubier-
to ahora por el telón, y rompiendo bruscamente por
entre Colombina y el clown  que a la sazón cuchi-
cheaban muy alegres , el padre Brown se inclinó so-
bre el cuerpo derribado del policía.
 Cloroformo  dijo incorporándose . Apenas
ahora me he dado cuenta.
Hubo un silencio, y al fin, el coronel, con mucha
lentitud, le dijo:
 Haga usted el favor de explicarnos lo que signi-
fica todo esto.
El padre Brown soltó la risa; después se contuvo, y
al hablar tuvo que esforzarse un poco para no reír
otra vez.
 Señores  dijo , no hay tiempo de hablar mu-
cho. Tengo que correr en persecución del ladrón. Pero
conste que este gran actor francés que tan admirable-
mente representó el policía, este inteligentísimo suje-
to a quien nuestro Arlequín bamboleó y estrujó y arro-
jó al suelo, era...
 ¿Era...?  preguntó Fischer.
 Un verdadero policía  concluyó el padre Brown,
y echó a correr entre la oscuridad de la noche.
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En el extremo de aquel exuberante jardín hay hue-
cos y emparrados; los laureles y otros arbustos in-
mortales se destacan sobre el cielo de zafiro y la luna
de plata, luciendo, aun en mitad del invierno, los cáli-
dos colores del Sur. La verde alegría de los laureles
cabeceantes, el rico tono morado e índigo de la no-
che, el cristal monstruoso de la luna, forman un cua-
dro «irresponsablemente» romántico. Y por entre las
ramas más altas de los árboles mírase una extraña
figura que no parece ya tan romántica cuanto imposi-
ble. Brilla de pies a cabeza, como si estuviera vestida
con un millón de lunas. La luna real la ilumina a cada
movimiento, haciendo centellear una nueva parte de
su cuerpo. Y el bulto se columpia, relampagueante y
triunfal, saltando del árbol más pequeño que está en
este jardín al árbol más alto que sobresale en el veci-
no jardín; y sólo se detiene en sus saltos porque una
sombra se ha deslizado hasta debajo del árbol menor
y se ha dirigido a él inequívocamente:
 ¡Eh, Flambeau!  dice la voz . Que parece usted
realmente una estrella errante. Lo cual, en definitiva,
quiere decir una estrella que cae.
La relampagueante y argentada figura parece in-
clinarse, desde la copa del laurel, para escuchar a la
pequeña figura de abajo, con la seguridad de poder
escapar en todo caso.
 Flambeau nunca ha hecho usted cosa más acaba-
da. Ya hace falta ingenio para venir del Canadá (supon- [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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