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decir, en tono incierto:
¡La verdad, señor mío!
No es tan buena solución como entregarles al chiquilicuatro dijo
Spade . Cairo no es pistolero, y suele llevar una pistola de calibre inferior al
que se usó para malar a Thursby y a Jacobi. Nos costará más trabajo
preparar pruebas convincentes contra él, pero aun así, será mejor solución
que no entregar a nadie a la policía.
La voz de Cairo resonó chillona e indignada:
Supongamos que le entregamos a usted, mister Spade, o a miss
O'Shaughnessy. ¿Qué le parece, ya que está decidido a entregar a alguien?
Spade sonrió a Cairo y le contestó, en tono mesurado:
Ustedes quieren el halcón. Y yo lo tengo. El precio que pido es la
entrega de una persona a quien se le puedan achacar los asesinatos. En
cuanto a miss O'Shaughnessy y su mirada desapasionada se detuvo sobre
la cara lívida y perpleja de la muchacha para luego dirigirse hacia Cairo , si
usted cree que puede desempeñar el papel de cabeza de turco, estoy
completamente dispuesto a discutir el asunto con usted.
Brigid se llevó las manos a la garganta, dejó escapar un grito medio
ahogado y se apartó algo más de Spade. Cairo, estremecida la cara y
tembloroso el cuerpo por la excitación, exclamó:
Parece usted olvidar que no se encuentra en situación de poder
insistir en nada.
Spade se rió despreciativamente con ruido áspero.
Y Gutman dijo en un tono que trató de paliar la firmeza con la
condescendencia:
Vamos, vamos, señores, prosigamos la discusión amigablemente.
Pero a mister Cairo no le falta completamente la razón dijo, dirigiéndose a
Spade al hablar como lo hace. Tiene usted que tener en cuenta...
Tengo, narices. Y Spade pronunció las palabras con una especie de
indiferencia brutal que les dio mayor peso que si hubieran sido dichas con
énfasis dramático o a gritos . Si me matan ustedes, ¿cómo van a echarle la
mano encima al pájaro? Y si yo sé que no pueden permitirse el lujo de
matarme hasta tener el pájaro en su poder, ¿me quieren decir cómo creen
que me pueden atemorizar para que ceda ante sus pretensiones?
Gutman ladeó la cabeza y consideró estas preguntas. Brillaron sus ojos
por entre los párpados fruncidos. Y, al cabo, dio la solución en su
acostumbrado tono amistoso:
Verá usted, caballero, existen otros métodos de persuasión, además
de matar o amenazar con la muerte.
Es verdad asintió Spade , pero, a no ser que estén respaldados por
una amenaza de muerte, no sirven de gran cosa para convencer a la
víctima. ¿Comprende? Si ustedes tratan de hacer algo que no me plazca, me
negaré a aceptarlo. Y les presentaré el dilema de renunciar a ello o
matarme, sabiendo que no pueden matarme.
Comprendo su punto de vista dijo Gutman, riendo entre dientes .
Es una actitud que exige ser juzgada con muy minucioso cuidado por las dos
partes, pues, como bien sabe usted, señor mío, ocurre que los hombres, a
veces, en medio del ardor de la acción, olvidan lo que real y verdaderamente
les conviene y permiten que las emociones los arrastren.
Spade también se deshizo en amables y dulces sonrisas.
En eso consiste el quid de mi estrategia, en actuar con suficiente
firmeza para estorbarles a ustedes la libertad de movimientos, pero sin
llegar a enfurecerlos de tal manera que me manden al otro barrio muy en
contra de lo que les conviene.
¡Caramba, señor mío! dijo Gutman, con admiración . ¡Es usted
todo un carácter!
Cairo saltó de su silla, pasó por detrás del muchacho y se colocó a
espaldas de Gutman. Se agachó por encima de la silla de éste, y,
cubriéndose la boca con la mano libre, cuchicheó algo. Gutman le escuchó
atentamente con los ojos cerrados.
Spade sonrió a Brigid. Los labios de la muchacha se entreabrieron y se
curvaron en débil respuesta; pero la expresión de los ojos, que conservaron
su fijeza inexpresiva, no cambió. Spade se volvió al muchacho.
Doble contra sencillo a que te están preparando algo feo.
El muchacho no dijo ni una palabra, pero el temblor de sus rodillas
comenzó a agitar los pantalones.
Spade se dirigió a Gutman:
Espero que no vaya usted a dejarse impresionar por las pistolas que
no dejan de agitar en el aire estos hampones de vía estrecha.
Gutman abrió los ojos. Cairo dejó de cuchichearle y quedó erguido
detrás de la silla del hombre gordo. Spade continuó:
Ya tengo alguna práctica en quitarles la pistola a los dos, y le aseguro
que la cosa no encierra dificultad. El nene es...
El muchacho gritó en una voz horriblemente deformada por la ira:
¡Ya está bien!
Y así diciendo, alzó bruscamente la pistola a la altura del pecho.
Gutman lanzó una mano carnosa sobre la muñeca del muchacho, hizo
presa en ella y la obligó a bajar con la pistola, mientras su corpachón
grasiento se levantaba apresuradamente de la mecedora. Cairo corrió junto
al muchacho y le sujetó el otro brazo. Ambos lucharon contra el chico,
obligándole a mantener bajos los brazos, sujetándoselos, en tanto que él se
debatía inútilmente contra ellos. Del grupo enzarzado en la lucha brotaban
palabras confusas, trozos incoherentes de lo que el muchacho decía:
«Bien... voy..., hijo de..., humo...» Fragmentos de lo que Gutman hablaba:
«Venga, venga..., Wilmer», con muy reiteradas repeticiones de «Wilmer»; y
vocablos dichos por Cairo: «Por favor, no... No hagas eso, Wilmer...»
Con expresión helada y ojos soñadores, Spade se levantó del sofá y se
acercó al grupo. El muchacho, incapaz de enfrentarse con el peso que le
abrumaba, había dejado ya de luchar. Cairo, que aún le sujetaba por un
brazo, estaba medio enfrente de él tratando de calmarle. Spade apartó a
Cairo empujándole suavemente, y lanzó el puño izquierdo contra el mentón
del muchacho. La cabeza del chico cayó violentamente hacia atrás todo lo
que los huesos permitieron, en tanto que sus dos brazos seguían sujetos, y
luego rebotó hacia adelante.
Gutman empezó a decir, desesperadamente:
¡Pero, oiga, qué...!
Spade volvió a golpear la barbilla del muchacho, ahora con el puño
derecho.
Cairo soltó el brazo del chico, que se derrumbó contra la enorme panza
de Gutman, y se lanzó contra Spade, tratando de arañarle la cara con las
dos manos engarabitadas. Spade resopló y apartó al griego de un empellón.
Cairo volvió a lanzarse contra él. Brillaban lágrimas en sus ojos, y sus labios
rojos se movían con furia formando palabras que no llegaban a ser
articuladas.
Spade soltó la risa y dijo con un gruñido:
¡Qué atrocidad! y abofeteó con la mano abierta a Cairo, que fue a
caer contra la mesa.
Cairo recobró el equilibrio y volvió a lanzarse contra Spade por tercera
vez. Spade le detuvo con las manos abiertas y los brazos extendidos, y
como Cairo no podía llegar con sus cortos brazos hasta la cara del detective,
comenzó a aporrearle los brazos.
¡ Estese quieto! bramó Spade . ¡Que le voy a hacer daño!
¡Cobarde grandullón! le gritó Cairo, y retrocedió. Spade se agachó
para recoger del suelo la pistola de Cairo y luego la del chico. Se enderezó
con las dos en la mano izquierda, balanceándolas del revés con un dedo
metido en la guarda de los gatillos.
Gutman había sentado al muchacho en la mecedora y estaba mirándole
con ojos intranquilos y expresión de duda en su carota arrugada. Cairo se
arrodilló junto a la mecedora y comenzó a dar masaje a una de las muertas
manos del muchacho.
Spade le tocó la barbilla al chico y dijo:
No hay nada roto. Vamos a tumbarlo en el sofá.
Metió el brazo derecho por debajo del del chico, le rodeó con él la
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